3.7.10

Hipofobia


Eusebio Menés, francés de nacimiento, era un obsesivo agricultor del sur de Chile, dueño del fundo más grande de la región: La Quinina. Con 350 hectáreas, el fundo es conocido en todo el país por tener la casa patronal más grande de Sudamérica, 111 habitaciones decoradas con espejos -colección que consta de 500 cristales de pie e innumerables espejitos pequeños- conforman esta monumental casona en la que vive su dueño y Manuel, su nieto. Los Menés eran, desde que llegaron a la zona, la familia más acomodada de Peulla, cerca de Puerto Montt. Las mujeres entraban y salían, pero ninguna vivía aquí, eran sólo conquistas temporales del franco-chileno. Los padres de Manuel tienen casa en Santiago, pero viajan por todo el mundo por periodos largos; la política no fue una buena combinación para el hijo único de este matrimonio y las embajadas dejaron de ser lugar deseable para el adolescente que decidió vivir con su abuelo cuando cumplió 14.

¡Móntala!¡Móntala!¡Hazte hombre! -gritaba Eusebio en un estado de racional locura-, y es que era primera vez que su nieto preferido lograba amansar una yegua del criadero familiar -un paso clave en la búsqueda de jinetas y medallas familiares-.
El corcoveo del animal era brutal, la cabeza del pequeño Manuel rebotaba cual pelota de tenis, y sus brazos comenzaron a ceder. El novato jinete sentía como su cuerpo respondía a cada movimiento de la embravecida yegua y en un último acto de súplica, prometió, sin emitir palabra alguna, que la pérdida de libertad sería recompensada, que esa montura sería un regalo; a cambio, sólo debía dejar de resistir el pesado cuerpo que cargaba y presionaba su cepillado lomo. Los ojos de la yegua miraban fijo, como en una especie de trance, al viejo Eusebio -quien continuaba saltando y agitando su sombrero de cuero-. Cada músculo en cuestión trasmitía señales eléctricas desde la crin a las ancas, pulsos que fueron en aumento, hasta que, para sorpresa del novel jockey, cesaron.
¡Ese es mi nieto mierda! -gritó Eusebio mientras rodeaba con sus brazos al primogénito de su hija-
Gracias tata, si no es para tanto -respondió avergonzado-
¿Cómo que no? ¡Acabas de hacer honor a tu apellido! -dijo-, pero sin notar la mirada perdida de su nieto, quien no podía dejar de cruzar miradas con el sometido animal.
Habían cruzado más que miradas, el compromiso de ambos se selló minutos antes, y era algo que, para sorpresa del mismo Manuel, sólo ellos conocían.

La celebración no se hizo esperar. Esa noche comieron cordero, y como era costumbre, Manuel se fue a dormir raudo a terminar la cena, mientras su abuelo bebía whisky a los pies de la chimenea.

Manuel, ha pasado largos 19 años con su abuelo en La Quinina. Ya olvidó la cara de sus padres y cada vez que puede corre al arroyo, que cruza el fundo de norte a sur, y lanza piedras planas al agua durante horas, solo. Solía tener un compañero de batallas, Federico Garmendia, quien se dedicaba al cuidado de la caballeriza desde pequeño, por lo que crecieron juntos. Su amistad era envidiable. Se les veía siempre juntos desde que se conocieron y, aunque intentó durante años, el cuidador de caballos nunca logró quitarle su hipofobia.

Tres años antes se selló el final de esta historia. Las notificaciones de deudas no paraban de llegar, el fundo ya no era rentable y los trabajadores comenzaron a irse. Las mujeres ya no entraban, sólo salían. Hubo que vender para callar a los acreedores y la casa patronal se caía sin remedio posible. La Quinina ya no era lo que solía ser. Federico fue el último en abandonar el lugar.
Vente conmigo hueón, no hay razones para quedarte aquí -le dijo a Manuel-
Está mi abuelo, me tengo que quedar -respondió-
No sabí' lo que estai' haciendo huéon, te vai' a quedar solo -Federico intentaba contener las lágrimas, pero era evidente el sentimiento hacia Manuel-
¡Ya ándate hueón! ¡Déjame solo! -gritó Manuel y quebró en llanto-
Te juro que te vai a quedar solo -sentenció Federico mientras tomaba con ambas manos la cabeza de su eterno compañero-, acto seguido lo besó con fuerza, fue la última vez que sus labios se juntaron.

En el sur las horas pasan en minutos largos, los días son como semanas, y el pasto crece y crece. Eusebio se hace cada vez más viejo. Su estado senil fue en aumento rápidamente, como si la vida se le fuera con cada día que termina. No pasaron cuarenta días desde la celebrada domadura y Eusebio ya no lograba levantarse. Su cabello comenzó a crecer y engrosar de una manera muy peculiar, su ánimo a decaer, y su apetito, poco a poco, a desaparecer. Sólo miraba por la ventana a Manuel, que ya tiene 33 años, y que sagradamente camina todos los días al arroyo para lanzar piedras. Nunca más se acercó a las caballerizas -nunca le gustaron-, tampoco le gustaba recordar.

Ese invierno fue el más crudo, crudeza de frío y soledad. La lluvia hizo comprender a Manuel que por su abuelo no sentía más que miedo. Un golpe de razón de pronto le hizo sentido, el pánico que sentía cada vez que veía a los ojos al viejo patrón era el mismo sentimiento que tenía por la ausencia de Federico. La soledad que le había endosado tiempo antes su amante era cierta, real, tangible y dolorosa. Y sería aún más dura.

El viernes 14 de Agosto, cumpleaños de Eusebio, la lluvia tampoco amainó; era el tercer día de lluvia en la Región de Los Lagos. Las manos del viejo terrateniente ya no respondían, sus dedos amanecieron apretados, tan juntos que pareciera como si quisieran hacerse uno; el pelo de su cabeza había formado una perfecta y gruesa línea que dividía su cabeza y espalda en dos; y cuando intentó estirar su cuerpo, entumecido por las largas horas de sueño, notó que sus brazos no se estiraban.
¡Manuel! ¡Manolo! ¡Manolito! -gritó desesperado mientras buscaba un vaso de agua en el velador de mimbre-, sus gritos eran en vano, Manuel dejó de responderlos tiempo antes y, para pesar del cumpleañero, no era una sorpresa.
Eusebio continuó su lucha interna, intentaba ponerse de pie, pero su arqueada espalda no concebía los movimientos deseados; cuando logró bajar de la cama se vio apoyado en sus cuatro extremidades, alineadas milimétricamente de cadera a hombro. Y fue el espejo más grande de su pieza el que retrató su nueva figura.

Sus días de semental francés habían terminado, el potro Menés ya no era tal, sólo quedaba un caballo triste, viejo y solo.

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