2.7.13

Necesidades

Hoy son inseparables amigos.

El aire en esa habitación estaba cargado de humedad y calor. Humedad corporal, vapor y calor. Benjamín transpiraba sin parar. Su corazón parecía correr a paso de derby. Carlos, por su parte, no podía dejar de repasar su frente con la toalla blanca que colgaba de su cintura, amarrada al cordón de la bata. Conversaron de café.

Bajó del auto. Carlos tomó el bolso gris y silbó a la esquina. Benjamín corrió hasta el cliente, respiró profundo y especificó la tarifa. Ofreció servicio completo.

Carlos tomó la determinación -a sus 34 años- de tener un amigo. Pagaría por ello.

23.6.13

Otoño


Lo que más me gusta del otoño es barrer hojas. Cada vez que termino, tengo otro árbol por barrer.

20.7.10

Nunca quise querer cambiarte



Mediados de diciembre. La noche llegó rápido, y el Novotel de Lise-Meitner-Str. -en Frankfurt-, fue la única opción que les quedo a Federico y Rocío. La reserva que habían hecho por internet meses antes no había sido considerada y el invierno se vive con un constante superávit de agua, año a año, en la ciudad que vio vivir a Carlomagno por largos años. El café del muro había tomado tímidos tonos cobrizos con la lluvia, y la luz del alumbrado público dudaba si quedarse -como si tuviera miedo del viento que, a esa hora, azotaba con furia las calles de la vieja Alemania-. El botones del hotel demoró veinte segundos en salir a recibirlos con un paragüas, -que los obligó a juntarse- para capear al cielo que no dejaba de caerse a pedazos.
Luego de una ducha con agua caliente, Federico miraba al horizonte desde el tercer piso y esperaba que su mujer, con la que siempre había querido compartir su vida, demorara lo más posible en el baño, que su ducha fuera eterna y que, de ser posible, buscara una habitación simple y lo dejara respirar por seis horas; para dejar de sentir que su llegada a parajes teutones había sido un error. Volteó y fijo su mirada en el cuadro, en módulos, que decoraba la pálida habitación blanca. "Por qué mierda estos alemanes contratan los mismos huevónes que decoran en todo el mundo", exclamó para sí cuando la ventana, tímidamente, se abrió y dejó entrar el furioso viento invernal.

A primera vista el viaje de cinco semanas por Europa sonaba como un sueño hecho realidad. Rocío no dejaba de recordar a su madre, quien despedía a su hija menor, en el aeropuerto de Santiago: "lo van a pasar chancho Róci, vas a ver que se soluciona todo y vuelven chochos de Europa, después me tienes que llevar a conocer a mi". El joven matrimonio estaba viviendo los peores momentos de una relación enfermiza, llena de presiones, celos y arrebatos que, en tres horas de discusiones mezcladas con llanto y gritos, se solucionaban sólo parcialmente, pero daban pie para los reencuentros que daban un respiro más a la agónica relación.

No era Rocío la madre del cordero. Siempre quiso cambiar todo lo malo, siempre lo pensó posible. Pero ese poder que manejan las madres para predecir el futuro de sus retoños no era infalible, nunca lo fue; la señora Carmen estaba equivicada, al igual que su hija menor. El amor con el que su madre la despidió fue lo último de amor que tenía cerca. Los detalles eran la clave y, hacía tiempo que habían sido olvidados por el famoso diseñador; los viajes, congresos y seminarios lo habían convertido en un bohemio, borrado y mujeriego... en lo que nunca quiso ser, pero que llevaba por esencia. Pasa que lo malo no se cambia, se acepta o se rechaza. Ese era el verdadero Federico, ese era el personaje principal de una obra que tenía un final escrito, porque las historias ya se contaron; y, paradójicamente, fue Charles Chaplin quien inspiró sus máximas creaciones: "Sé tú, e intenta ser feliz, pero sobre todo, sé tú", así rezaba una medalla que colgaba del cuello del exitoso moreno. "Voy a tomarme algo al bar, ¿quieres que te pida algo?", le preguntó a su esposa mientras ella secaba su pelo con una dedicación que logró desesperarlo. "No, gracias amor. Termino acá y bajo... espérame con algo rico", respondió como siempre y despertó en el hombre de sus sueños el sentimiento que guardó por años. Tal como la ventana se abrió de golpe, Federico abrió su mente y se ensimismó por un par de segundos.

El sudor brotó por cada uno de sus poros. Sus mandíbulas se juntaron con la fuerza de un animal de caza, y la sensación de presión se hizo sentir en todo su cráneo. Tal como si una alimaña se apoderara de sus pensamientos y acciones, desató el cordón de su zapato derecho, lo sacó de golpe y sujetó los extremos con fuerza. Las imágenes de todo lo vivido durante un par de años comenzaron a pasar con rapidez por su mente y se convirtieron en escenas. Las voces de cada uno de los momentos almacenados se dieron cita en sus oídos e inyectaron en sangre sus ojos. Tres pasos dio y entrelazó el cuello de Rocío con su cordón café, jaló con fuerza y aguantó la respiración. No había vuelta atrás, ambos lo sabían. Desde afuera el cordón del zapato, el pálido blanco invierno de la habitación y la agónica lucha de su compañera -traducida en un rostro que se tornaba más morado a cada segundo- se juntaban con el café del muro que, a esa hora, se tornaba gris, como apagando la luz de todo color. "Nunca quise querer cambiarte", susurró al oído de su esposa cuando la volteó y abrazó. Sólo el aire que se coló por la ventana del tercer piso fue testigo del dolor, la angustia o la satisfacción de Federico, quien se entregó a la lluvia; o de la pena, la decepción o el conformismo de Rocío, quien se entregó a Federico.-

8.7.10

Todos tenemos problemas



















Ya no daba para más, dar vueltas por Santiago en el viejo Corsa 3 puertas, no era panorama para 2 años de pololeo. Las cosas no iban del todo bien y las calles se acabaron en cosa de minutos. El semáforo en rojo fue la señal esperada. Sofía sabía que Carlos le era infiel, era un secreto a voces. No se atrevía -quizás no podía- a terminar con 730 días, la colección de días era un hobby del que costaba deshacerse. La música sonaba, la emisora no importaba, porque el ruido era una excusa para no hablar. Ceda el paso, disco pare, pasos de cebra, extender una agonía.

Luego de recordar los momentos felices, que sumaban el 51% exacto de la relación, Sofía supo que no habrían señales, que el destino no existe y que, a su favor, estaba en el tiempo y lugar preciso. Giró su cabeza y sus ojos se clavaron en otros que nunca antes vio, que nunca más volvería a ver, pero que lograron abrirle los suyos.

Se abrió la puerta del auto, Carlos mantenía su mirada fija en el semáforo. Sofía tomó su cartera y, antes de cerrar de un portazo, pensó en voz alta: "Todos tenemos problemas".-

3.7.10

Hipofobia


Eusebio Menés, francés de nacimiento, era un obsesivo agricultor del sur de Chile, dueño del fundo más grande de la región: La Quinina. Con 350 hectáreas, el fundo es conocido en todo el país por tener la casa patronal más grande de Sudamérica, 111 habitaciones decoradas con espejos -colección que consta de 500 cristales de pie e innumerables espejitos pequeños- conforman esta monumental casona en la que vive su dueño y Manuel, su nieto. Los Menés eran, desde que llegaron a la zona, la familia más acomodada de Peulla, cerca de Puerto Montt. Las mujeres entraban y salían, pero ninguna vivía aquí, eran sólo conquistas temporales del franco-chileno. Los padres de Manuel tienen casa en Santiago, pero viajan por todo el mundo por periodos largos; la política no fue una buena combinación para el hijo único de este matrimonio y las embajadas dejaron de ser lugar deseable para el adolescente que decidió vivir con su abuelo cuando cumplió 14.

¡Móntala!¡Móntala!¡Hazte hombre! -gritaba Eusebio en un estado de racional locura-, y es que era primera vez que su nieto preferido lograba amansar una yegua del criadero familiar -un paso clave en la búsqueda de jinetas y medallas familiares-.
El corcoveo del animal era brutal, la cabeza del pequeño Manuel rebotaba cual pelota de tenis, y sus brazos comenzaron a ceder. El novato jinete sentía como su cuerpo respondía a cada movimiento de la embravecida yegua y en un último acto de súplica, prometió, sin emitir palabra alguna, que la pérdida de libertad sería recompensada, que esa montura sería un regalo; a cambio, sólo debía dejar de resistir el pesado cuerpo que cargaba y presionaba su cepillado lomo. Los ojos de la yegua miraban fijo, como en una especie de trance, al viejo Eusebio -quien continuaba saltando y agitando su sombrero de cuero-. Cada músculo en cuestión trasmitía señales eléctricas desde la crin a las ancas, pulsos que fueron en aumento, hasta que, para sorpresa del novel jockey, cesaron.
¡Ese es mi nieto mierda! -gritó Eusebio mientras rodeaba con sus brazos al primogénito de su hija-
Gracias tata, si no es para tanto -respondió avergonzado-
¿Cómo que no? ¡Acabas de hacer honor a tu apellido! -dijo-, pero sin notar la mirada perdida de su nieto, quien no podía dejar de cruzar miradas con el sometido animal.
Habían cruzado más que miradas, el compromiso de ambos se selló minutos antes, y era algo que, para sorpresa del mismo Manuel, sólo ellos conocían.

La celebración no se hizo esperar. Esa noche comieron cordero, y como era costumbre, Manuel se fue a dormir raudo a terminar la cena, mientras su abuelo bebía whisky a los pies de la chimenea.

Manuel, ha pasado largos 19 años con su abuelo en La Quinina. Ya olvidó la cara de sus padres y cada vez que puede corre al arroyo, que cruza el fundo de norte a sur, y lanza piedras planas al agua durante horas, solo. Solía tener un compañero de batallas, Federico Garmendia, quien se dedicaba al cuidado de la caballeriza desde pequeño, por lo que crecieron juntos. Su amistad era envidiable. Se les veía siempre juntos desde que se conocieron y, aunque intentó durante años, el cuidador de caballos nunca logró quitarle su hipofobia.

Tres años antes se selló el final de esta historia. Las notificaciones de deudas no paraban de llegar, el fundo ya no era rentable y los trabajadores comenzaron a irse. Las mujeres ya no entraban, sólo salían. Hubo que vender para callar a los acreedores y la casa patronal se caía sin remedio posible. La Quinina ya no era lo que solía ser. Federico fue el último en abandonar el lugar.
Vente conmigo hueón, no hay razones para quedarte aquí -le dijo a Manuel-
Está mi abuelo, me tengo que quedar -respondió-
No sabí' lo que estai' haciendo huéon, te vai' a quedar solo -Federico intentaba contener las lágrimas, pero era evidente el sentimiento hacia Manuel-
¡Ya ándate hueón! ¡Déjame solo! -gritó Manuel y quebró en llanto-
Te juro que te vai a quedar solo -sentenció Federico mientras tomaba con ambas manos la cabeza de su eterno compañero-, acto seguido lo besó con fuerza, fue la última vez que sus labios se juntaron.

En el sur las horas pasan en minutos largos, los días son como semanas, y el pasto crece y crece. Eusebio se hace cada vez más viejo. Su estado senil fue en aumento rápidamente, como si la vida se le fuera con cada día que termina. No pasaron cuarenta días desde la celebrada domadura y Eusebio ya no lograba levantarse. Su cabello comenzó a crecer y engrosar de una manera muy peculiar, su ánimo a decaer, y su apetito, poco a poco, a desaparecer. Sólo miraba por la ventana a Manuel, que ya tiene 33 años, y que sagradamente camina todos los días al arroyo para lanzar piedras. Nunca más se acercó a las caballerizas -nunca le gustaron-, tampoco le gustaba recordar.

Ese invierno fue el más crudo, crudeza de frío y soledad. La lluvia hizo comprender a Manuel que por su abuelo no sentía más que miedo. Un golpe de razón de pronto le hizo sentido, el pánico que sentía cada vez que veía a los ojos al viejo patrón era el mismo sentimiento que tenía por la ausencia de Federico. La soledad que le había endosado tiempo antes su amante era cierta, real, tangible y dolorosa. Y sería aún más dura.

El viernes 14 de Agosto, cumpleaños de Eusebio, la lluvia tampoco amainó; era el tercer día de lluvia en la Región de Los Lagos. Las manos del viejo terrateniente ya no respondían, sus dedos amanecieron apretados, tan juntos que pareciera como si quisieran hacerse uno; el pelo de su cabeza había formado una perfecta y gruesa línea que dividía su cabeza y espalda en dos; y cuando intentó estirar su cuerpo, entumecido por las largas horas de sueño, notó que sus brazos no se estiraban.
¡Manuel! ¡Manolo! ¡Manolito! -gritó desesperado mientras buscaba un vaso de agua en el velador de mimbre-, sus gritos eran en vano, Manuel dejó de responderlos tiempo antes y, para pesar del cumpleañero, no era una sorpresa.
Eusebio continuó su lucha interna, intentaba ponerse de pie, pero su arqueada espalda no concebía los movimientos deseados; cuando logró bajar de la cama se vio apoyado en sus cuatro extremidades, alineadas milimétricamente de cadera a hombro. Y fue el espejo más grande de su pieza el que retrató su nueva figura.

Sus días de semental francés habían terminado, el potro Menés ya no era tal, sólo quedaba un caballo triste, viejo y solo.