20.7.10

Nunca quise querer cambiarte



Mediados de diciembre. La noche llegó rápido, y el Novotel de Lise-Meitner-Str. -en Frankfurt-, fue la única opción que les quedo a Federico y Rocío. La reserva que habían hecho por internet meses antes no había sido considerada y el invierno se vive con un constante superávit de agua, año a año, en la ciudad que vio vivir a Carlomagno por largos años. El café del muro había tomado tímidos tonos cobrizos con la lluvia, y la luz del alumbrado público dudaba si quedarse -como si tuviera miedo del viento que, a esa hora, azotaba con furia las calles de la vieja Alemania-. El botones del hotel demoró veinte segundos en salir a recibirlos con un paragüas, -que los obligó a juntarse- para capear al cielo que no dejaba de caerse a pedazos.
Luego de una ducha con agua caliente, Federico miraba al horizonte desde el tercer piso y esperaba que su mujer, con la que siempre había querido compartir su vida, demorara lo más posible en el baño, que su ducha fuera eterna y que, de ser posible, buscara una habitación simple y lo dejara respirar por seis horas; para dejar de sentir que su llegada a parajes teutones había sido un error. Volteó y fijo su mirada en el cuadro, en módulos, que decoraba la pálida habitación blanca. "Por qué mierda estos alemanes contratan los mismos huevónes que decoran en todo el mundo", exclamó para sí cuando la ventana, tímidamente, se abrió y dejó entrar el furioso viento invernal.

A primera vista el viaje de cinco semanas por Europa sonaba como un sueño hecho realidad. Rocío no dejaba de recordar a su madre, quien despedía a su hija menor, en el aeropuerto de Santiago: "lo van a pasar chancho Róci, vas a ver que se soluciona todo y vuelven chochos de Europa, después me tienes que llevar a conocer a mi". El joven matrimonio estaba viviendo los peores momentos de una relación enfermiza, llena de presiones, celos y arrebatos que, en tres horas de discusiones mezcladas con llanto y gritos, se solucionaban sólo parcialmente, pero daban pie para los reencuentros que daban un respiro más a la agónica relación.

No era Rocío la madre del cordero. Siempre quiso cambiar todo lo malo, siempre lo pensó posible. Pero ese poder que manejan las madres para predecir el futuro de sus retoños no era infalible, nunca lo fue; la señora Carmen estaba equivicada, al igual que su hija menor. El amor con el que su madre la despidió fue lo último de amor que tenía cerca. Los detalles eran la clave y, hacía tiempo que habían sido olvidados por el famoso diseñador; los viajes, congresos y seminarios lo habían convertido en un bohemio, borrado y mujeriego... en lo que nunca quiso ser, pero que llevaba por esencia. Pasa que lo malo no se cambia, se acepta o se rechaza. Ese era el verdadero Federico, ese era el personaje principal de una obra que tenía un final escrito, porque las historias ya se contaron; y, paradójicamente, fue Charles Chaplin quien inspiró sus máximas creaciones: "Sé tú, e intenta ser feliz, pero sobre todo, sé tú", así rezaba una medalla que colgaba del cuello del exitoso moreno. "Voy a tomarme algo al bar, ¿quieres que te pida algo?", le preguntó a su esposa mientras ella secaba su pelo con una dedicación que logró desesperarlo. "No, gracias amor. Termino acá y bajo... espérame con algo rico", respondió como siempre y despertó en el hombre de sus sueños el sentimiento que guardó por años. Tal como la ventana se abrió de golpe, Federico abrió su mente y se ensimismó por un par de segundos.

El sudor brotó por cada uno de sus poros. Sus mandíbulas se juntaron con la fuerza de un animal de caza, y la sensación de presión se hizo sentir en todo su cráneo. Tal como si una alimaña se apoderara de sus pensamientos y acciones, desató el cordón de su zapato derecho, lo sacó de golpe y sujetó los extremos con fuerza. Las imágenes de todo lo vivido durante un par de años comenzaron a pasar con rapidez por su mente y se convirtieron en escenas. Las voces de cada uno de los momentos almacenados se dieron cita en sus oídos e inyectaron en sangre sus ojos. Tres pasos dio y entrelazó el cuello de Rocío con su cordón café, jaló con fuerza y aguantó la respiración. No había vuelta atrás, ambos lo sabían. Desde afuera el cordón del zapato, el pálido blanco invierno de la habitación y la agónica lucha de su compañera -traducida en un rostro que se tornaba más morado a cada segundo- se juntaban con el café del muro que, a esa hora, se tornaba gris, como apagando la luz de todo color. "Nunca quise querer cambiarte", susurró al oído de su esposa cuando la volteó y abrazó. Sólo el aire que se coló por la ventana del tercer piso fue testigo del dolor, la angustia o la satisfacción de Federico, quien se entregó a la lluvia; o de la pena, la decepción o el conformismo de Rocío, quien se entregó a Federico.-

2 comentarios:

  1. excelente relato, maxote. me sorprende cada día más -y digámoslo, me sorprende con la astucia de lo admirable- el manejo que tú, narrador, tienes sobre tus personajes y, por lo tanto, de sus situaciones.
    no hay como un buen cuento que mezcle el irracional modo de actuar de la gente, con la excesiva racionalidad al pensar del ser humano.
    dostoievski sabe mucho de eso, y en tus cuentos veo mucho de dostoievski.

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  2. Notable...sobre todo el detalle del comienzo: "Por qué mierda estos alemanes contratan los mismos huevónes que decoran en todo el mundo". Me encantó. Por algo no creo en el matrimonio...
    Besos.

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